Por Fernando Luis Rojas
La fábula
Llegó con olor a alcohol. Los
apagones de veinticuatro horas y el vinagre de cáscaras de plátano catalizaron
su paso de bebedor casual a habitual. La bicicleta china traía torcida la
llanta delantera, “hecha un ocho” como dirían en el barrio; y él traía el brazo
en cabestrillo y la mano vendada. “Me trataron de quitar la bicicleta”, dijo.
Era una posibilidad latente. Para
regresar del trabajo debía tomar la avenida Yarayó y pasar por la desolada zona
del cementerio Santa Ifigenia que, por aquellos primeros noventa, no estaba
reparada ni alumbrada. Ese fue el lugar, según nos dijo. La andanada de coches
de caballo que llegaban hasta la Barca de Oro y se iluminaban con faroles no
impidió que se le atravesaran los dos tipos, él echó mano a la cadena que traía
enrollada en el sillín y se defendió. Después atinó a “halar por el machetín
que llevaba en el cuadro de la bicicleta” y ante la resistencia, llevando algún
que otro cadenazo, los asaltantes se fueron.
El resultado fue una muñeca quebrada y la rueda
delantera del “chivo” inservible.
La verdad
Me olió raro el asunto por dos
razones: él no era Superman, y por si fuera poco, la bicicleta había llegado a
la casa. Yo, como siempre, le quité los zapatos después de tenderse en la cama;
y él tuvo que confesar a la semana cuando llegó con la noticia de una sanción
del Partido.
No hubo asalto, aunque sí bronca.
Fue a la salida del trabajo, la fábrica de tabacos que quedaba en la Alameda
donde era contador. Le dijo al jefe que no siguieran apretando a la gente con
esas revisiones humillantes a la salida, mientras el carro que tenía asignado
triplicaba el plan de consumo de combustible. “Me fundí, la cosa se calentó y
me cayeron arriba el jefe, su hijo y el chofer”; nadie tomó partido por mí. “Yo
me jodí, porque metí la Forever
contra el parabrisas del carro estatal”.
El desenlace, una semana después,
fue una discusión en la reunión del núcleo. Salió con una sanción y el anuncio
de un acta de responsabilidad material. Pero estaba contento. “Llegó a decirme
que yo era un contrarrevolucionario, que estaba denigrando a un representante
de una institución estatal y que, además, él había tirado tiros”. “Yo también”,
le contesté, “veinte años después y en Angola, pero a mí me vale igual”. A mí
eso de la tiradera me sonaba lejano, y aunque reconociera el mérito me enervaba
la sangre. “Bueno, entonces los que sí estamos jodidos somos nosotros, los que
nacimos en el ochenta. No tenemos nada que enseñar”, tuve que lanzarle a la
cara con mi inocencia quinceañera. “Na chama, uno utiliza las armas que tiene.
Lo importante es siempre defender la idea de que no me regalaron nada, yo me lo
gané”.
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