Por Fernando Luis Rojas
1.
La avenida 49 es una de las vías
más importantes de San Salvador. Para los que vivimos en La Habana, si aterrizamos
en la ciudad y caemos de fly en esta
calle, podríamos pensarla –con más carros y menos baches– émula de la avenida
23. No es exacto. Poco a poco, iríamos descubriendo que hay más veintitrés
(ojo, La Rampa es otra cosa).
Pero esta no es una historia de
cubanos, aunque también. Para los salvadoreños, la 49 –que sería “otra” de las
calles con vehículos y sin huecos– es una de las rutas que recorren a diario
para ir y regresar del trabajo. Ya dicen que hay tráfico a cualquier hora, pero
el clímax matutino es entre seis y ocho y media; y el vespertino entre cuatro y
siete. En esto sí hay más constancia. Aquí las horas laborales se exprimen y de
cualquier punto cardinal, hay gente viajando desde la madrugada para llegar a la
capital a tiempo y cumplir su rutina.
Para otros salvadoreños, la
avenida 49 es la vía para llegar a Metrocentro.
¿Qué es? Pues un monstruo: el centro comercial más grande de El Salvador y
Centroamérica y el que recibe más visitas por mes. Una de esas ciudades de
cristal (y hierro) a veces detectivescas –a la manera de Paul Auster– como
cuando, en una tienda afín y en medio de un temblor de tierra de 5.1, la gente
no podía salir sin pagar. En Metrocentro,
con sus más de 760 locales comerciales, sus 200 mil metros cuadrados y 2500
parqueos vi que el imaginario de la “vidriera-museo” se manifiesta en Cuba en
una escala menor. Si Carlos III es un museo tropical, Metro vendría a ser el MoMA.
Pero sigamos en la 49.
2.
El olor a orina me trasladó a la
entrada del Latino. ¿Será un karma de los estadios? Era un olor
penetrante, que se colaba en la lengua, pero con un sabor hegemónico a maíz y curtido, a plena pupusa salvadoreña.
La avenida 49 se llevó el premio
de mis caminatas en San Salvador. Justo allí, a mi derecha, se alzaba el bloque
azul, el estadio Jorge “el Mágico” González. ¿Quién coño es “el Mágico”
González? “¿No sabes?” Me pregunta incrédulo Eduardo. Y él se avergüenza porque
su país no se conozca; y yo me avergüenzo por no conocer a su país. “Mira, aquí
está su estrella”. Y es cierto, en la acera –como una versión criolla y corta
del Hollywood Walk of Fame– está la
estrella de Jorge Alberto González, “el Mágico”.
Para mí era un misterio. Crecí en
Santiago de Cuba y de adolescente “la aplanadora” estaba en su apogeo
beisbolero. Para mi primo y yo no existían Germán Mesa, Víctor o Linares; la
cosa era más sencilla: Pacheco o Kindelán, y de vez en cuando el preterido
Pierre. Vi fútbol por primera vez en 1994 y bebí una historia limitada de ese
juego, una historia –como la de las sociedades– escrita por los grandes, por
los vencedores.
¿Quién coño es “el Mágico”? La
doble vergüenza de Eduardo y mía se volcó en una alfabetización en imágenes, y
la memoria dormida –que es la garantía del olvido y los yerros– despertó. Ahí
vino el homenaje del Cádiz cuando ascendió por última vez a Primera; o el
golazo frente al Barcelona corriendo y sorteando contrarios desde más de media
cancha; o la historia de “un tipo”, un “mago loco” que rompió todo molde y fue
más rebelde que todos.
Aquí el fútbol se vive diferente.
Hay Barça y Madrid, pero también Alianza, Águila, Santa Tecla, FAS y Firpo.
Queda el recuerdo, cercano en algunos, de las participaciones mundialistas de
1970 y 1982. En esta última, la Selecta
recibió una goleada de escándalo ante Hungría y cedió –decorosamente– ante
Bélgica y Argentina. Pero se había llegado al mundial. Era la generación de un
mago.
El fútbol se vive diferente, y
los futbolistas viven diferente. Ni bien, ni mal: diferente. Al menos, así lo
vi en el “El Loco” Abreu cuando en diciembre de 2016 marcó un doblete para que
Santa Tecla se coronara campeón del Apertura. Me recordó el festejo del
uruguayo en aquel penal a lo Panenka que marcó frente a Ghana en el mundial de
Sudáfrica.
Un loco que hizo magia en Santa Tecla
y un mago, dueño de una jugada con nombre loco: “la culebrita macheteada”.
Tiene que vivirse diferente el fútbol aquí.
3.
“El Mágico” tiene su estrella y
su estadio. Y las jardineras de ese estadio, que no tienen flores, sirven a la
gente sin casa para dormir. Cuento los bultos de ropa y lona apilada, que valen
de frontera, Patria y Estado a uno, dos, tres… ocho personas. Frente a ellos,
alzada en un tubo que hiere la misma acera donde está la estrella del
futbolista, la paradoja de un anuncio de Wendy´s
o Kentucky Fried Chicken (KFC).
Y el espacio físico me aturde.
Geografía y memoria se juntan, me emboscan desde una vista del lago Coatepeque,
de la isla de Alfredo Cristiani, el hombre que era presidente cuando los
militares se metieron a la Universidad Centroamericana y asesinaron a ocho
personas. Cristiani, el “Presidente de la Paz”, la paz que no pudo ver –entre miles–
el sacerdote jesuita y rector de la UCA Ignacio Ellacuría.
En la cuadra del estadio no hay
flores. Hay gente sin casa, bultos frugales y carteles lumínicos. Eduardo me
aguanta del hombro, me mira condescendiente y a mí me hierve la sangre. Me
enciende esa loca dinámica de mirar diciendo: “no está bien, no es correcto,
pero es natural”. Y yo digo mirando: “no es natural hermano. Si a mí, en Cuba,
cosas menores que estas tampoco me son naturales”.
Caigo en la cuenta que no le hago
justicia y me detengo. Allí, bajo el paso de nivel lleno de figuras y graffitis. Allí, donde en unas horas
pasearán –a la manera de Silvio– “flores de Quinta Avenida” o –a la manera del
buen Eduardo– “orquídeas del mar”. ¿Será una forma caprichosa de saldar las
flores que no hay en las jardineras?
4.
La 49 tiene algunas lomas. Nada
comparable con las del país. Las “trabazones” (tranques) de los carros son
imposibles. Los autos se apilan en las
calles, la gente en las aceras y los “buseros” (guagüeros, choferes) vienen a
confirmar que son identidad de grupo mundial: se meten delante, frenan como si
cargaran vacas, te apuran, se guardan el vuelto…
Con esto de lomas y gentes vuelvo
a pensar que no hago justicia. Ahora no es a Eduardo, sino a las mujeres que
con treinta libras en una cesta sobre sus cabezas ascienden cientos –y a veces
miles– de metros empinados. Las he visto en Chinamequita, el Boquerón de San
Salvador, Morazán… Las he visto en todos lados y regresan recurrentes. ¡Coño!
¡Qué larga se hace esta avenida citadina!
Al fin. La 49 se convierte en el
Bulevar de los Héroes justo a unos pasos de Metro.
Pero ya hablé de eso… y vuelven las imágenes de jardineras vacías, jesuitas
muertos y ciudades acristaladas.
Y Eduardo vuelve a sujetarme el
hombro. Ya advertido, borró la condescendencia y ahora sonríe con esa picardía
salvadoreña que es mito y realidad. Me susurra: “los que lloraron borrachos por
el himno nacional bajo el ciclón del Pacífico o la nieve del norte, los
arrimados, los mendigos, los marihuaneros, los guanacos hijos de la gran puta,
los que apenitas pudieron regresar, los que tuvieron un poco más de suerte, los
eternos indocumentados, los hacelotodo, los vendelotodo, los comelotodo, los
primeros en sacar el cuchillo, los tristes más tristes del mundo, mis
compatriotas, mis hermanos”; y le abrazo y le digo “hermano”. ¡Ayyy Roque! Del
sufrimiento y los contrastes no se sale. Pero, con egoísmo vergonzante, pueden
posponerse un poco. “Eduardo”, le digo, “vayamos por pupusas y cervezas”.
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